viernes, 12 de septiembre de 2014

Cartas al olvido. Vol.01

¿Has sentido alguna vez la necesidad de dejar todo lo que estás haciendo y asomar la cabeza por la ventana buscando la luna? Yo sí. Más veces de las que recuerdo he sentido esa necesidad que me lleva a subir la persiana aunque sepa que no puedo hacerlo más, como si buscase hacerle un hueco. Como si intentase lo imposible. Buscando que la luna venga a mi. ¿Por qué? Quién sabe.

Podemos darle mil vueltas y pensar una y otra vez en lo que queremos, en sus porqués y probablemente sea cierto. Es posible que queramos algo de todo eso que nos hacemos creer que queremos, pero no lo querremos ni la mitad de lo que podríamos llegar a querer aquello que no sabemos explicar. Aquello que acude a nosotros súbitamente, aquello que aparece junto a una indescifrable e incomprensible angustia, pues, por alguna razón, lo daríamos todo por ese algo. Sea lo que sea. Sea quien sea. Supongo que eso es lo que lleva a mi cuerpo a abrir tanto como puedo la ventana en busca de conseguir algo tan improbable como que la luna entre por ella. Además, luego está el tema de que no tiene sentido. ¿Qué haría yo con la luna? Poéticamente hablando, te la regalaría, pero eso sería físicamente imposible. Nuestro lado racional nos dice que algo así, no solo sería imposible, también inútil y, probablemente, contraproducente. No hace falta que explique el imposible y el inútil, pero, ¿contraproducente? Sí.

Pocas cosas hay más hermosas que la luna en una noche oscura. Algo digno de ver y que nunca será lo mismo. Siempre brillante, siempre cambiante. Un espectáculo de entrada gratuita todas las noches. Un encuentro con una amante a la que encontrarás siempre que sepas dónde buscarla.

Pero eso es precisamente lo que hace que tener la luna sea contraproducente. No apreciaríamos su brillo de la misma forma, no la veríamos diferente en cada uno de nuestros encuentros y acabaría en un eclipse permanente por culpa del día a día.

Tú no eres muy diferente, aunque hay algo en lo que sí que te alejas, pero ya llegaré a eso, empecemos con el parecido:
Ese radiante brillo que hasta en la más profunda oscuridad me da esperanza. Esos cambios que hacen que ninguna noche sea igual que otra. El mismo calor, tranquilidad y felicidad que me produce tanto mirar la luna como tus ojos... Pero no todo es bueno. Lo cambios constantes a veces duelen. La irregularidad, el brillo que hace a quien os mire desearos como compañeras durante la noche, el sentimiento de que nunca estaré lo suficiéntemente cerca. El agobio de pensar en la posibilidad de no volver a veros. Pero uno sabe a lo que se enfrenta y no creo que haya absolutamente nada que pueda hacer que deje de querer la luna. De quererte a ti. Y aquí entran las diferencias de las que antes hablaba.
Como bien he dicho, tener la luna no es más que un sueño infantil por razones que, salvo una, no repetiré. Y esa una es donde radica la diferencia, jamás me cansaría de tu brillo. Si fuese necesario, convertiría mis días en noches para bañarme en él. Si deslumbra usaré gafas, pero jamás me alejaría. No puedo soñar con acercarme a la luna, no puedo prometerla como regalo, pero sí puedo luchar por ti. Aunque como la luna, jamás podré tenerte, pues eres libre, pero sí puedo decirte y pedirte que quiero compartir esa libertad contigo, que juntos seamos como el viento.
Pero eso ya es otra historia.